Me adentro en el centro de la ciudad de Málaga
pensando que hace demasiado tiempo de mi
última visita. El turismo desbordado por todas
partes y los negocios oportunistas, con escaso arraigo,
configuran una suerte de decorado en el que todo el
mundo parece un figurante. Se antoja difícil encontrar
algo medianamente apegado a la tradición que no sea
El Pimpi, esa gran bodega clásica que ya puede albergar
a más de mil comensales a un tiempo. Sin embargo,
callejeando, uno llega a Kaleja, situada en el corazón de
la judería medieval. Te acercas a su barra y, de repente,
se obra un pequeño milagro. Un tenue fuego y el aroma
a brasa nos trasladan al aquí y ahora, y lo demás pasa
a segundo plano, como en un ejercicio de autoayuda.
La candela tiene ese poder
Dani Carnero es un cocinero de largo recorrido, ha dado
pasos en lo que se llama cocina de vanguardia con
estancias en El Bulli o Martín Berasategui, pero también
conoce de primera mano lo que es el apego a la cocina de
la tierra, que conoció con Manolo de la Osa en el mítico
restaurante Las Rejas de las Pedroñeras. El discurso
gastronómico y la innecesaria simplificación a la que nos
lleva la actual obsesión por etiquetar todo, han convertido
la innovación y la tradición en conceptos antagónicos y
excluyentes, cuando no lo son, aunque tan sólo sea para
afirmarse mediante el contraste. Carnero va a su aire, le
sobra bagaje para permitírselo.
En su recorrido más reciente, completamente
vinculado a la ciudad de Málaga, abre La Cosmopolita
en 2010 buscando salir adelante dando de comer
bien, algo que consigue, logrando el reconocimiento
de los aficionados. En 2020, abre Kaleja explorando
cómo retarse y divertirse, ir más allá. Hay que
reconocerle al cocinero que sus planteamientos
tranquilos se han chocado de frente con los tiempos,
topándose sus aperturas con la crisis inmobiliaria,
la primera, y con la pandemia, la segunda. En 2022
abrió la tercera pata de su propuesta malagueña,
La Cosmo, proporcionando inmediatez al comensal
mediante un cuidado producto y elaboraciones
sencillas.
Aunque rehúya de etiquetas y de guiones, su cocina
se asienta sobre unas premisas muy claras. Reivindica
al cocinero que da bien de comer, sin nada más, sin
discursos, haciendo que el cliente disfrute de una
buena comida y punto. La candela como referente
y casi como símbolo, cocina lenta, para el guiso
y también para el disfrute, y el riesgo que implica
depender de la intensidad del fuego para terminar
los platos uniformemente. Y una mirada a lo que para
él es la cocina auténtica, la de la memoria (de hecho, así se llama el menú), una visita a la tradición del
interior de Andalucía, de donde emergen antiguos
gazpachos, aguas de verdura, zurrapas o maimones.
Composiciones aparentemente sencillas, de pocos
ingredientes, que son fruto de largas reflexiones, en
las que el chef se permite su reducto de creatividad.
Y siempre buscando el disfrute, la interacción con el
cliente de la que se nutre, incluso asumiendo el riesgo
que suponen los largos tiempos de elaboración,
que en algún caso desembocan en ejecuciones
desiguales. Dice el cocinero que en la cocina moderna
se nos ha olvidado hablar de platos, en una reflexión
que me recuerda a cuando escuchábamos discos
enteros y por orden, algo que ha caído también en
desuso, pero que daba valor al concepto completo.
Sentado en la barra, hipnotizado por el hechizo de
la brasa, uno apenas es consciente de la austeridad
del local, lo justo para disfrutar de un cierto confort,
pero sin ninguna concesión. Es un anticipo de lo que
encontraremos en los platos, centrados en el sabor
y desprovistos de cualquier alarde innecesario.
Comenzamos por un plato que nos traslada a
tiempos anteriores a la llegada del tomate a nuestras
tierras. En el campo el agua se refrescaba con trozos
de verdura y aliño, y cuando el protagonista era la
cebolla, se denominaba gazpacho de floja. Aquí se
acompaña de jurel y podría beneficiarse de algo más
de punch en la acidez del aderezo. Le sigue otra agua
fresca, en este caso de coliflor, servida con gamba
cruda y brócoli al dente, aquí todo potenciado
elegantemente por el picor del raifort. Continuando
con esos platos de inspiración vegetal y refrescante,
aparecen unas deliciosas habitas repeladas en porra
blanca, sin tomate, que sirve a la vez de salsa y
aliño, potenciado todo por pimiento rojo y jugo de
pimiento verde, un conjunto realmente sabroso. Se
suceden los guiños a la tradición, ahora con la zurrapa de pescado, la habitual elaboración andaluza
aquí enriquecida con cabezas y colas de pescado, en
este caso de merluza. Un sabor rotundo que puede
no ser del gusto de todos.
En lo que podrían ser los platos principales, el primer
pase es un corte de rape en tempura acompañado
del clásico pimiento asado de la casa, que ya
no protagoniza un plato por sí solo, pero que no
desaparece del menú. Este plato refleja muy bien lo
que es Kaleja, dos ingredientes y una presentación
somera. En realidad, el pescado es sometido a tres
cocciones, presentando un punto y sabor magníficos,
acompañado de un humilde pimiento sometido al
calor de la candela durante varias horas, reducido
y concentrado al máximo. Sigue un mero en una
punzante salsa de perejil acompañado de caracoles.
También suele haber un arroz en la degustación,
en este caso, sorprendente, de encurtidos, pleno
de acidez, que contrasta con un delicado y graso
lomo de boquerón. Continua otro plato que llama
a la memoria, pero se permite viajar a Valencia, los
maimones de all i pebre de anguila, reivindicando el
vocablo que antiguamente describía a las sopas de
ajo en Andalucía. Le sucede una jugosa molleja con el perfecto contrapunto de un escabeche de hierbas y
unas pamplinas. Y cierra la parte salada una codorniz
rellena de embutido elaborado en la propia casa que
proporciona un punto graso al conjunto del que suele
carecer el ave.
Los postres cumplen con creces, las peras con lías
(lo que queda como resultado de la fermentación del
vino), los nísperos con chocolate blanco y pomelo,
que particularmente agradezco ver cómo se puede
dar protagonismo a la fruta en los postres de la
alta cocina, y, por último, el suso (tradicional bollo
malagueño) con una deliciosa crema de jazmín para
mojar.
Un detalle magnífico es el pan candeal que acompaña,
calentado en la candela, ni tibio ni quemado, y
mojado, que no empapado, en aceite de oliva, una
maravilla. El servicio es estupendo, con el añadido
de poder conversar con Dani durante toda la comida.
La bodega está acorde con lo que se espera de un
restaurante de ese nivel, en el que se puede hacer
maridaje, pero se agradece que no se presione al
comensal para hacerlo. Y es un gusto compartir la
barra con gente joven, turistas curiosos abiertos a
probar y descubrir nuevas experiencias.
En definitiva, un restaurante que se sale de lo que
uno espera en la fórmula Michelin, un cocinero que
ha encontrado su propio camino y que renuncia a ser
etiquetado y que hace del disfrute del comensal su
principal objetivo siendo fiel a sí mismo. La alta cocina
necesita desencasillarse y que tanto cocineros como
clientes se vayan liberando de corsés.